miércoles, 26 de diciembre de 2007

Maltratadora arrepentida


Una joven asegura que denunció en falso tres veces a su marido, ahora en prisión y pendiente de un cuarto juicio



H. O. T., un joven langreano de 30 años, cumple quince meses de prisión en el centro penitenciario de Villabona por haber maltratado a su pareja, la paraguaya M. R. M., de 25 años. En febrero le espera un nuevo juicio, el cuarto, por haber remitido una carta a la mujer pese a una orden del juez, vía sentencia, que le impedía mantener contacto con ella. Los funcionarios de Villabona interceptaron la misiva y pusieron los hechos en conocimiento del fiscal, que ahora pide un año de cárcel para el recluso.

Sin embargo, la mujer que le denunció hasta en tres ocasiones por malos tratos -y con la que tiene dos niños de 5 y 2 años- asegura ahora que le denunció por despecho y que el hombre nunca le causó daño. «Si le denuncié es porque yo tenía problemas psiquiátricos en esa época y quería evitar que me abandonase por otra mujer. Ahora me arrepiento mucho de haberlo hecho y no puedo soportar que este hombre esté pasando por ese calvario, especialmente en estas fechas. Fue la única persona que me ayudó cuando más lo necesitaba y yo le he pagado de muy mala manera», aseguró ayer la mujer.

Dos de las denuncias de maltrato quedaron en nada, después de que la mujer se negase a ratificarlas. Por lo que respecta a la tercera, la mujer tampoco acudió al juicio, pero el hombre se vio obligado a reconocer que la había maltratado, según aseguró la mujer, para evitar que ella fuese acusada de un delito de denuncia falsa, que lleva aparejadas penas que van de seis meses a tres años de prisión.

Hace poco tiempo, H. O. T. había alcanzado ya el tercer grado, por lo que podía salir de la cárcel, pero la inminencia del cuarto juicio por quebrantamiento de condena impidió que abandonase la prisión. Según la mujer, el hecho de que se le hayan suspendido las visitas y que no pueda ver a sus hijos durante estas Navidades le ha movido a iniciar una huelga de hambre, que dura ya una semana. «Lleva cuatro meses sin ver a nuestros dos hijos y no puede soportarlo», añadió la mujer.

La mujer asegura, además, que fue ella la que reanudó el contacto con el hombre cuando éste se encontraba en prisión, ya que era el único sustento de ella y sus dos hijos, y la familia de su marido le había dado la espalda a raíz de su condena. En la carta que le remitía desde la prisión no había amenaza alguna, según la mujer, y fue escrita en el desconocimiento de que podía estar cometiendo un nuevo delito.

M. R. M. dice tener sólo un objetivo, hacer que su marido salga de la cárcel. Según ella, él comprende que las denuncias presentadas por la mujer fueron motivadas por su precario estado mental. «El chaval me aguantó de todo, que le quitase dinero y que le armase follón continuamente. Ahora le he hecho perder el trabajo y está en la cárcel por mi culpa», indicó.

«No soy capaz de reparar todo el daño que le he causado a este hombre durante todo este tiempo. No quiero perder a la única persona que me estaba ayudando. Soy una inmigrante que no tiene a nadie en este país», aseguró la mujer.

Oscuro rencor

A continuación os ofrecemos un extracto del primer capítulo de la recientemente publicada novela "Amor en vena" original de uno de los autores de este blog. Esperamos que os agrade. Preguntad en librerias.


Gracias.



dice así:

El día en que yo me casé pesaba noventa y siete kilos. Exactamente diez meses más tarde salía del hospital divorciado y reducido a 80 kilos de masa corporal.

El extraño y vertiginoso trayecto que me llevó desde el evidente sobrepeso de la celebración de mi matrimonio a la semiescualidez anémica de mi alta hospitalaria es de lo que vamos a tratar en estas líneas.

Todo empezó, lógicamente, mucho antes. Por situar un principio hablaremos de unos quince años atrás, concretamente a mediados de verano, momento en que comencé a trabajar en la Dirección Provincial de un Instituto de Servicios Sociales en una capital sin mar de provincia costera. Llegué allí como quien aterriza en Marte, desconociéndolo todo y a todos. Pasado el desconcierto inicial, fui aprestándome a pasar allí los tres años siguientes de la manera más plausiblemente adecuada y fruto de mi carácter y de mi buena disposición fui entablando contacto personal con buena parte de los trabajadores de plantilla con los que, debido al roce diario y a que el trabajo no mataba a nadie, fui intimando en mayor o menor medida.

Tenía yo entonces una novia a casi quinientos kilómetros de distancia con la cual llevaba cuatro años de relación más epistolar que otra cosa pues recuerdo que por entonces la revolución de las nuevas tecnologías era difícilmente intuible, baste con señalar que los escritorios de aquella institución estaban ocupados por las omnipresentes y difuntas Olivetti Lettera 98 que en gloria estén. Ella, mi novia de entonces, decidió aquel año dar un giro a su vida, y por ende a la mía, y asumir unas responsabilidades que a mí me resultaron excesivas y por tanto me mandó a paseo antes de encomendarse a otro santo patrón con el que posteriormente compareció ante la vicaría. Hoy en día realiza diariamente sus funciones en Las Cortes Españolas donde luminosamente ejerce de taquígrafa.

Llegados a esta altura, diré que cometí entonces uno de los mayores errores de mi vida afectiva. Me dio por liarme con una compañera de trabajo. Con el agravante de que por aquel entonces una relación con una casada en vías de separación y además madre joven (veinticuatro años) no estaba precisamente bien visto. Lo cual dio a la relación un aire de clandestinidad que entre idas y venidas y estertores de innecesaria crueldad, meses más tarde, la finiquitaría definitivamente.

El caso es que de los rifirrafes de aquella cruenta ruptura acabó trascendiendo lo que nadie supo mientras el noviazgo duró: es decir, que había existido. Fue comidilla de mesas y corrillos y personalmente tal desastre me dejó más hecho polvo que todas mis anteriores debacles juntas. Había implicado excesivas fuerzas y empeños en sacar a aquella mala pécora de entre la mierda por la que transitaba su vida como para verlo todo hundirse sin padecer el desgarro de cada girón de piel con el que intentaba taponar cada brecha en la carcomida nave de lo que no dejaba de ser un naufragio anunciado.

Lo peor de todo fue el ir y venir del final. Aquel sí pero no, no pero sí, que nos anclaba a la nada sin ninguna esperanza de subsistir.

Ella, viendo como yo que no saldríamos “per se” de aquella patológica espiral de encuentros y desencuentros, me propuso un reto que rompiese tamaña inercia: quería ver si yo era capaz de “conquistar” a alguna de mis compañeras y así en ese empeño, mantener la mente ocupada y poder alejarnos poco a poco hasta dejar apagarse aquel fuego más fatuo ya que otra cosa. Me dio lista verbal de varias candidatas y entre sollozos, bien fueran sinceros o fingidos, me pidió que no lo intentase de inmediato puesto que segura estaba de que los celos la harían actuar de manera contraproducente para el buen fin que se perseguía. Como en realidad a ella le quedaba poco tiempo de trabajar en aquella entidad, procuré retrasarlo todo lo posible, es decir, unos tres meses.

Durante ese tiempo viví en la dejadez del desconcierto y no se puede decir que fuera precisamente la más brillante fase de mi vida.

Apurado el plazo prudencial que nos habíamos autoimpuesto, comencé mi propia encuesta sobre la lista de candidatas. El “casting” empezó por lo fácil, es decir, por donde no había competencia, o sea novios, maridos, pareja,,, llamémoslo hache. Demasiado simple. De hecho, aunque físicamente fuese inexplicable la ausencia de pareja en alguna de las candidatas, en cuanto profundizabas un poco bajo el barniz del carácter de la implicada, llegabas primero a la conclusión de que era lógico que nadie se tomase la molestia de aguantarla y a otra más que concluyente conclusión, o sea, a irte de allí cuanto antes.

Del “casting” en cuestión (aunque entonces no se estilará el anglicismo): cenas, comidas, cines y paseos incluidos fui elaborando mi propia lista de preferencias, todo ello entreverado con algún que otro acceso carnal y la comparecencia placenteramente inesperada de alguna que otra ex.

Elegí la opción más difícil, no por el prurito de la superación personal, sino porque erróneamente supuse que, primero, sería imposible conseguirlo con lo cual ya mi ego se cubría las espaldas, buscando anticipadas disculpas, antes de tirarme al río revuelto y, segundo, porque sospechaba que, de conseguirlo, sería la que menos problemas me daría en la futura vida cotidiana de pareja. Esta estridente equivocación, debo confesar que con el andar del tiempo, resultó tremendamente dolorosa.

Por aquel entonces yo me mantenía estable sin esfuerzo en los ochenta kilos.

En todo esto pensaba el último día de mi comparecencia hospitalaria mientras esperaba que me diesen el alta, tras hacerme la última revisión de peso, pulso y tensión arterial.

Era difícil, incluso para una mente tan aguerrida como la mía, asimilar aquel cúmulo de acontecimientos que en tan corto espacio de tiempo me habían atropellado hasta dar con mis huesos en la habitación de aquel centro sanitario y que, como nada antes, habían provocado tan radical cambio en mi vida.

Sin síntomas previos, exactamente catorce días después de haberme visto obligado por acuerdo judicial a abandonar lo que fuera mi breve domicilio conyugal, hacia las ocho de la tarde del domingo, decidí tomarme un respiro en la dura faena da acondicionar mi nuevo “hogar” con los restos del naufragio que afanosamente había podido recuperar, y sentado en el sofá me dispuse a mirar en el teletexto los resultados de la jornada de la segunda división de la liga española en la cual, tras su último estrepitoso descenso hace ya una década, desgraciadamente milita el equipo de mis desvelos.

Noté un ligero mareo que en un principio achaqué a un momentáneo bajón de tensión tras tanta actividad vespertina. Como la cosa no remitía, me levanté y, recordando lo que mis conocidos toda la vida habían recomendado para casos de mareo repentino, me dirigí al baño con el fin de humedecer mi nuca y mis sienes con agua fría. Recuerdo la imagen de mi mano derecha apoyándose en la entreabierta puerta del baño y ya no hay más memoria en mucho tiempo. De hecho no sé cuánto pasé tirado ensangrentado sobre las frías baldosas del baño después de haberme estampado de bruces contra el duro suelo.

Entre la brumosa confusión de la mente que intenta recuperar la lógica y la coherencia, junté las fuerzas para incorporarme y al hacerlo apoyando mis manos sobre el lavabo me di cuenta de que mi rostro era sólo una mancha sanguinolenta, de que me había fracturado los huesos propios de la nariz y me había partido dos dientes (no contiguos) en diagonal por la mitad, así como ambos labios. Al superior, además, le faltaba un trozo que nunca encontré. Sé que miré al suelo y vi un gran charco de sangre. Me flojeaban las rodillas y el mareo, creo que más ya fruto del golpe, persistía. Tambaleándome me acerqué a la cama de mi habitación, apenas distante seis vacilantes pasos, pero, antes de llegar me abandonaron definitivamente las fuerzas y me precipité encima del lecho de tal manera que partí con mi peso el larguero de la cama y el somier y el colchón quedaron en un desnivel lateral de unos treinta grados, según caí encima allí me quedé agotado dormitando por espacio de unas horas, no era todavía consciente completamente de lo que me estaba ocurriendo, parecía más un mal sueño que la cruda realidad. Fruto de la postura mantenida sobre el colchón inclinado, me vi aquejado de una contractura de espalda por un periodo superior a los cuarenta días.

Cuando fui recobrando el ánimo, lo primero que pensé fue que por suerte me daría tiempo de avisar en el curro de mi ausencia, puesto que trabajaba esa semana en el turno de la tarde y hasta las tres, hora de entrada, tendrían ocasión de buscarme un sustituto, dado que ya era consciente a esa hora de la madrugada (aproximadamente las cuatro), de que no me hallaría en condiciones de realizar mi desempeño laboral en los próximos días. Hubiera sido mucho peor si me hubiese tocado abrir a mí la instalación como habitualmente ocurría cuando entraba a trabajar en el turno de las siete y media de la mañana.

Una vez llegado a esa tranquilizadora conclusión me ocupé en ir a buscar mi teléfono que por desgracia se encontraba distante de mí unos diez metros, cuando intentaba ponerme en pie para acercarme volví a caerme inánime al suelo. Me percaté de que seguía sangrando y que la cama parecía el escenario de una matanza. Sacando fuerzas de algún lugar ignoto, fui arrastrándome los diez metros que me separaban del móvil sito en la mesita del salón y al asirme a él me percaté de que tenía agotada la batería, a esas alturas ya me quedaba poco valor, pero lo poco que me asistía lo emplee en recorrer arrastrándome de vuelta los diez metros que me separaban de la mesita de noche en la cual se encontraba el cargador del celular. No me pareció prudente asustar a nadie a las cinco de la mañana con mi llamada por lo que entonces pensé falsamente que sólo sería una nariz rota, de manera que desgarré de pura rabia, puesto que fuerza ya no me quedaba, parte de la sábana y mal que bien intenté vendarme para evitar el chorro sanguinolento que se apresuraba en abandonarme.

Al poco me asaltó una sed inusual por lo acuciante, la achaqué a la falta de sangre y volví arrastrándome, y pasando por el centro del reguero sanguíneo que había dejado en mi primer viaje de gusano hasta la cocina. En vano intenté alzarme hasta el grifo del fregadero, no pude. La desesperación fue peor que la sed. Puesto que me obcequé con el agua y no vi hasta veinte minutos después la Coca-Cola que a medio tomar había dejado en la comida del día anterior sobre la mesita del salón, en cuanto la luz se hizo en mi cerebro a ese respecto, me apresté a una nueva travesía de reptil y aquella obsesión por llegar me dio la energía suficiente para conseguirlo. Por fin bebí. No era agua, pero en aquel momento hubiera apurado cualquier líquido.

Uno no aprecia la cercanía de lo cotidiano hasta que no se encuentra en una situación límite. Desde entonces en el suelo de mi casa siempre hay una botella de agua.

Momentáneamente saciado, volví agotado reptando a la cama, pero esta vez no pude subir, me quedé dormido en la alfombra que fue el sitio en que me apresté a morir.

Repasé mentalmente lo ocurrido hasta la fecha y me corroía la idea de no poder llegar a hablar con mis sobrinos recientemente nacidos y que ello implicase no dejarles memoria de mis pasos en la tierra, pero bueno… no me quedaba sino aceptar mi destino y tentado estuve de poner mis últimas voluntades por escrito, dejarles a modo de testamento mis menguados bienes a unos y a otros, pero desistí, sabía que mi pulso no aguantaría ni para emborronar un papel con cuatro ilegibles garabatos. Además mis deudos son buena gente y bien avenida y mi herencia no daba para rencores eternos. Como buen ateo, no encomendé mi alma ni a Dios ni al diablo y, mientras ante mí pasaban raudos los acontecimientos notables de mi vida, me vino a la mente la idea de que tampoco era un mal final. Había maneras peores de acabar, no había dolor, simplemente agotamiento extremo, costaba respirar, pero sabía que no duraría mucho, ya poco importaba. Lo último que recuerdo fue que no dejaba de ser paradójico que el motivo confeso más urgente que mi ex me había dado para divorciarse de mí, fue su certeza inquebrantable de que yo tenía una novia con la cual, tres meses y medio después de mi propia boda, yo me iba a liar. Incluso me dio su nombre, en la muestra más notable de insulto a la razón de cuantas mi cabeza puede recordar. No hubiera estado nada mal en aquel trance que mi ex hubiese tenido, aunque fuera un poquito, mínimo, (ínfimo) de razón al respecto para no tener que morirme solo y abandonado por todos como un perro apestado. Creo que al pensar en esa paradoja esbocé una mueca parecida a una sonrisa desdentada tras mis labios partidos y entonces fue cuando morí.

Por mucho que uno hubiese leído sobre el tema y aunque la explicación científica admita que el efecto se debe a la falta de riego sanguíneo en el cerebro (cosa que en mi caso de continua hemorragia era más que evidente), el más firme y corajudo carácter no puede menos que angustiarse ante un tránsito así. Primero tuve la sensación de verme desde el techo de la habitación (parecía un matadero), contemplé después la cama ladeada y rota en su costado, la almohada ensangrentada, el desorden natural de las cosas sin desempacar del todo aún tras la mudanza, y luego me vi a mí mismo tendido inmóvil sobre la alfombra, ahí me di cuenta de que tenía el rostro cubierto en su mayor parte por una costra de sangre que me hacía apenas reconocible.

Casi de inmediato sentí como si me aspirasen hacia atrás y aparecí en el inevitable túnel oscuro del que tantas veces había oído hablar en casos similares, ahí fue, pese a las muchas referencias que sobre el particular tenía donde mi ánimo empezó a flaquear. No duró mucho (relativamente hablando, puesto que el tiempo no parecía tener sentido) pero sí lo suficiente como para darme cuenta que no sólo era oscuro sino que (y esto para mí era novedad) además parecía húmedo. Recordándolo más tarde llegué a pensar que pudiera tener algo que ver con el haber visto tanta sangre o tal vez con la obsesión por beber que tanto me había martirizado durante parte de la madrugada. El caso es que sí, efectivamente, había una luz al final del túnel.

Lo que pude apreciar es que era cegadora y llegué a penetrar un poco en ella. No percibí nada que trascendiese tras aquella luz. De hecho tampoco me atreví demasiado a mirar, aunque a esas alturas ya estaba bastante más tranquilo. Y de repente y sin saber cómo ni de dónde surgió de improviso la sorpresa.

Por suerte, no es que tenga muchos conocidos en el Más Allá, repito que soy ateo y no concibo ninguna vida más allá de la propia material de cada uno. Pero aquello sí que no me lo esperaba.

En figura humana y con su seriedad habitual de entre la luz surgió la figura del progenitor de mi ex.

Apenas repuesto del, no puedo decir susto, porque no lo fue, digamos inesperado encuentro; intenté explicarle atropelladamente todo lo ocurrido y hacerle ver mi inocencia, me tranquilizó y me dijo que no hacía falta que me esforzase, que estaba al corriente de todo. Eso me serenó más si cabe y se lo hice saber. Me contó algunos trances que él había tenido que afrontar en vida y que yo desconocía y me dijo que tenía que volver, que todavía tenía mucho por hacer. Yo le respondí que no me sentía con las fuerzas necesarias que ya lo había perdido todo y lo peor era que ya todo me daba igual. Entonces me dijo que mi destino no era negociable, debía volver. Me dijo que estuviera tranquilo, que no me precipitase, que como había tenido ocasión de comprobar el tiempo es relativo. Al notarme reticente me dijo que me iba a contar tres cosas, pero me quedé traspuesto cuando vi que no eran cosas de nuestro pasado, sino cosas del futuro. En concreto, una ocurriría en meses, otra en años y otra en lustros siempre de acuerdo con nuestras coordenadas temporales. Me quedé tan sorprendido que añadió que me calmase, que no tendría que esperar mucho para ver como todo iba encajando. Me despedí de él agradeciéndole todas las atenciones. Sonrió un poco y se desvaneció. Inmediatamente inicié el camino de vuelta pero cien veces acelerado o esa impresión me dio.

Cuando desperté en la alfombra eran las ocho de la mañana, apenas goteaba de mi nariz algo de sangre, tres o cuatro gotas por minuto, supuse que se debería a que ya me quedaba poca y la costra frenaba el libre manar de tan esencial fluido. Lo primero que conscientemente pensé fue que tenía la absoluta certeza de que no iba a morirme.

Tuve la suerte relativa de que aún no había estrenado el cubo de la basura que había comprado la víspera y lo tenía atravesado en el pasillo, con lo poco que me quedaba de energía y el mucho valor que le eché pude inclinarlo y mear dentro. Salvo la Coca-Cola caliente y perezosa, no había ingerido absolutamente nada en las últimas 20 horas.

Recogí el móvil ya pletórico de batería y esperé una hora más allí tirado para llamar a mis jefes y comentarles mi accidente doméstico. Su único interés estribaba en saber cuánto tiempo iba a estar en esa situación de baja laboral (por primera vez en mi vida), a mí aquello me preocupaba muy poco, les dije que unos días, que creía tener rota la nariz que me iba al ambulatorio y ya vería.

En cuanto colgué les eché cuatro pestes y de inmediato llamé a casa de mis progenitores. Les conté lo que me pasaba quitándole todo el hierro que pude al asunto para que no se preocupasen más de lo que yo sabía que iban a preocuparse y, dado que les había dejado una llave de mi casa por si algún día yo perdía la mía, les pedí que viniesen a llevarme al ambulatorio, que era al sitio al que yo creía debía ir por la cuestión de la nariz, labios y dientes que a esas alturas del partido constituían mi mayor preocupación.

Si mis padres no hubiesen dispuesto de llaves de mi casa no sé como hubiésemos abierto la puerta. Yo, tirado en la alfombra, era incapaz ya no de alzarme hasta la cerradura, sino de ni siquiera moverme. De hecho cuando tres cuartos de hora más tarde aparecieron acompañados de un vecino, convencidos de que simplemente tenía mareos y un leve desmayo, se asustaron de tal modo al ver como estaba la casa que lo primero que tuve que hacer fue tranquilizarles y decir que lo peor ya había pasado, que ya empezaba a estar bien.

Me incorporaron y me sentaron en una silla. Sentía un fuerte dolor en la contractura de la espalda, fruto de la forzada postura y tenia magulladuras y dolor en las costillas de tanto arrastrarme sobre ellas cargando con mi propio peso. Me cambié de chándal pues aquel estaba tan mal que hubo que acabar quemándolo y mi madre (buenas son las madres) se empeñó en adecentarme el rostro y quitarme la costra sanguinolenta que me cubría la cara. A medida que alejaba de mí la toalla con que realizo tal labor, iba yo comparando el paño con los sudarios que en algunas pinturas clásicas se pueden apreciar en referencia al nazareno.

Allí sentado, mientras llamaban a una ambulancia, pude percatarme de la magnitud del hecho, aquello parecía un ajuste de cuentas entre bandas rivales. Una carnicería con algún toque más humano como por ejemplo las muestras rupestres de mis manos ensangrentadas hollando la pared bien fuera para apoyarme en un principio, bien fuera intentando llegar a apagar o encender la luz.

No admitieron discusión y nada quisieron saber de ambulatorios. Llegada la ambulancia, intentaron llevarme en una camilla, pero a eso me negué rotundamente y alegué que para bajarme del quinto pino en ascensor era más practica la silla de ruedas, y así me llevaron a urgencias hospitalarias. Una enfermera muy amable, divorciada como yo, aunque no tan recientemente, me fue tomando datos y me dejó en un pispás en manos de la médica de urgencias.

Lo primero que hizo fue preguntarme que qué me había ocurrido para llegar con aquella cara. Me preguntó que si era accidente de tráfico. Le conté por alto lo que antecede y le comenté que yo lo achacaba a un bajón de tensión. Un mes después de mi boda acudí acompañado de mi flamante esposa a la consulta de mi galeno debido a una dermatitis pertinaz que después quedó en nada y parecía tener su origen, como más tarde supe en el mal que me aquejaba y que, en ese momento yo desconocía. El buen señor, como carecía de datos médicos míos me hizo la anamnesis y empezó por tomarme la tensión arterial. Asombrado de los resultados después de un brazo lo intentó en el otro con parecido balance: 18 de máxima y 12 de mínima.

Siguiendo sus consejos respecto a consumo de sales, líquidos, etc. Conseguí bajarla a 15 y 10, aún así estaba alta cuando me agarró el tren del divorcio tras cien días de matrimonio.

Cuando ingresé en Urgencias tenía 10 de alta y 6 de mínima como parámetros de tensión arterial.

Ahí creí yo encontrar el motivo de mis mareos, esperaba que me remendasen un poco los labios y la nariz y me echasen para casa, con alguna medicación eso sí, para prever los mareos, y un par de días más tarde acudiría a mi dentista a recomponer los piños. O eso pensaba yo.

Estuve aparcado en boxes tres horas, me hicieron alguna extracción, me dieron un par de pastillas y dejaron pasar uno por uno a mis familiares que como siempre estuvieron por encima de lo requerido. A las tres horas aparece la doctora y me informa de que tengo una anemia de caballo. Yo la miré incrédulo y le advertí de que, seguramente, con el jaleo de las idas y venidas propias del servicio urgente, se había equivocado de paciente. Me confirmó que no tenía dudas, que además no era reciente esa anemia y que apenas me quedaba hierro. Le informé de que podía deberse a que había perdido mucha sangre y me dijo que lo sabía, pero que era mucha casualidad que todo el hierro que me faltaba se hubiese ido en esa sangre. Me contó que me iban a subir a planta y hacerme una transfusión, pero que antes me harían una gastroscopia para ver el origen pues sospechaba que tendría ulcera. Yo le respondí que eso era descartable al cien por cien, que yo sabía que la ulcera duele y produce acidez de estomago y a mí eso no me pasaba. Pareció extrañarse y añadió que así lo descartaríamos definitivamente. Me fue explicando por alto en qué consistía la prueba. Fue un tanto “light” al describírmelo.

La gastroscopia consiste en meterte una manguera por la boca hasta el estomago y por dentro de ella una cámara y un tubo de aire para soplar y apartar las membranas. Las arcadas producidas son de tal calibre que a pesar de que me sujetaban cuatro enfermeras, casi me levanto y me voy con el tubo a cuestas. Si no llega a ser por que no me tenía en pie me largo.

Duró 15 minutos pero para mí fueron 3 horas. No tenía ulcera. Lo que se me vino a la cabeza era que se les iba a caer el pelo por equivocarse de paciente, les iba a poner una denuncia que iba a poder vivir de rentas el resto de mis días.

La doctora, inasequible al desaliento, afirmó su equivocación pero en vez de conformarse con eso, añadió que iba seguir con la cámara hasta el duodeno. Espero que su familia perdone los malos pensamientos que sobre ella allí me asaltaron.

A los dos minutos de reanudar la exploración, allí en un recodo, como disimulando, apareció en el monitor el pólipo cabrón que anónima y cobardemente me estaba matando. Nunca había notado nada.

Preocupado por lo visto pero aliviado por la finalización de la prueba me subieron a planta mientras la médica me indicaba que no podía dejar de admirarse de que mi mecanismo hubiese aguantado el tiempo que ella suponía que aquello ocurría (unos dos años) sin desmoronarse, me preguntaba que si no había notado que me agotaba mucho, que si no notaba somnolencia, yo le decía que lo achacaba a la edad y a la pereza propia de quien ya no tiene veinte años, que si había perdido peso recientemente insistía en preguntarme, le contesté que sí, unos ocho kilos, pero que lo había achacado a los disgustos de un divorcio cruel al que me acababa de enfrentar. Ella concluyó que mientras me alimentaba y no hacía mucho gasto energético a través de ejercicio continuo, la anemia estaba latente, es decir se mantenía en parámetros asumibles, pero al haber un descenso sustancial de ingesta alimentaria me había desbordado y había acabado con mis reservas de hierro, y por tanto con mis defensas.

Me indicó que había tenido suerte, se había hecho patente y no progresaría más, iban a operarme y no dejaría secuelas. Podría haberme muerto, según sus palabras. En aquel momento no quise responderle, porque francamente no me acordaba, que ya lo había hecho.

Estuve a punto de pedirle un certificado de que lo que mi ex suponía desgana, no era otra cosa más que anemia, pero a esa altura del partido la broma era ya irrelevante.

En ese momento yo pensaba más en el pólipo (más o menos del tamaño de un garbanzo) que en la anemia, desconocía yo que la anemia es un enemigo temible como poco después tuve ocasión de comprobar.

Nada más llegar a planta una enfermera muy amable que me llamó por mi nombre de pila sin leerlo en los papeles me informó de horarios de comidas, visitas y demás y me dijo que me veía raro. Hasta ese momento no caí en que la conocía de ir con su hijo dos veces por semana a mi centro de trabajo. No era la única, en el turno de la mañana había otra. Siempre acompaña tener conocidos en un sitio así. Hay que tener amigos hasta en el infierno.

Durante varios días estuve en aquella cama como el Cristo de Velázquez. Con un gotero de sangre en un brazo y otro de suero en el otro. Ocho bolsas de sangre me transfirieron. Una notable cantidad, que mi organismo tardó en integrar y que, semanas más tarde, notaba yo que no era propia puesto que mi cerebro iba más lento de lo habitual, hasta que mi propia producción restableció la situación a sus parámetros acostumbrados.

Lo peor de la postura era no poder ponerte de lado o girar, a eso acompañamos el dolor de costillas y de espalda, más el sabor a goma que te queda en la garganta durante un par de días y nos haremos una idea de lo que me apetecía pasar por aquel trance. Pero había decidido no morirme todavía.

La primera noche dormí alguna hora por puro agotamiento, mi padre se empeñó en quedarse conmigo y pasó la velada sentado en una butaca al lado de mi cama.

La segunda noche no quise a nadie. Mi compañero de habitación se ocupaba de llamar a la enfermera para cambiarme los goteros. Decía que le habían dicho que yo había estado muy grave, pero que reaccionaba bien y que lo importante era mantener la moral alta, que pensara en la familia en volver a hacer vida normal. No sé si aquello me consolaba demasiado.

El tercer día ya daba paseos cortos, puesto que los primeros únicamente podía ir a mear, pero siempre en compañía de los goteros que no dejan de ser engorrosos. Esos paseos me ayudaron a descansar la espalda y la cabeza. El cuarto día me quitaron los goteros y sólo me los ponían de noche. El quinto día no hubo goteros sólo radiografías para operarme el séptimo día.

Uno se da cuenta de lo mucho que les debe a los amigos cuando empieza el desfile y casi te tienen que reservar una planta para ti solo. Mi familia venía a diario. Pero gente con la que no contaba ni de lejos aparecían y pasabas la tarde de palique tan ricamente. Los vecinos de mis padres, amigos antiguos y recientes, la esposa de mi padrino de boda, familiares políticos que no se creyeron la versión oficial para que yo dejase de ser familia, compañeros de estudios desde sus ocupaciones y responsabilidades en otras provincias, compañeros de trabajo que comparecen en turnos y… Ella. Si Ella, que no faltó ni un día, y que mientras duró mi convalecencia estuvo tan pendiente de mí como mi misma madre y no dejo de verme ni una sola jornada, ni de llamarme ni de animarme. No sé como hubiese podido aguantar sin Ella.

Ella, no era mi ex. Lógicamente. Mi ex, siguiendo la tónica habitual, digamos que no compareció, seguramente porque no se enteró, no la culpo. Andaba por aquellos días ocupada en asentar su nueva relación.

La Ella a la que me refiero fue la acusada injusta e infundadamente de ser la culpable de que yo fuese a romper mi matrimonio (celebrado apenas tres meses y medio atrás) para liarme con Ella (con lo fácil que hubiese resultado de ser cierta la ignominia aprovechar que me casaba para hacerlo definitivamente con Ella). Ella, Ella, Ella… en fin se convirtió en una obsesión para mi ex, hasta el punto de que cuando ya se veía que la cosa amenazaba definitivamente ruptura, Ella pidió permiso y se desplazó en su moto hasta la villa costera en donde yo residía con el fin de aclararle a mi ex la situación exacta de las cosas. Casi se mete en un lío. Me costó mucho persuadirla de que no apareciese por mi calle, de hecho cuando me llamó para ponerme en antecedentes ya estaba a cien metros. Me fui a tomar un café con Ella y medio se enfadó porque no la deje acercarse a mi ex. Le comenté que aquello no aportaba nada, mi ex no sólo no la creería sino que pensaría que podía ser idea mía y no haría sino empeorar aún más las cosas. Anteriormente se había ganado mi respeto, personal, profesional y mi amistad sincera, aquella noche viéndola partir sola en su moto en la fría oscuridad de octubre no sólo se gano mi admiración sino mi entera gratitud.

La única lástima que hoy siento sobre el particular es que mi ex no hubiese acertado.

Pero yo seguía inútilmente enamorado de mi ex.

La víspera de mi operación, me llega el cirujano jefe y me indica que la duración será de cuarenta y cinco minutos y el postoperatorio de una semana. No llegue a estar nervioso puesto que lo veía como un mal necesario. Aparte que ya nada iba a ser peor que la noche agónica pasada en mi domicilio tras estamparme contra el suelo.

A media tarde me avisan de que no me operan, van a intentar quitarme el pólipo de marras mediante otra gastroscopia. Por un lado me alegré pero por otro la impresión recibida en la primera prueba no me reconfortaba en absoluto.

Llegó el día y me fui pal ruedo con más valor que vergüenza y con ganas de ajustarle las cuentas a aquel infame.

La misma doctora que la primera vez. Me pregunta que si me acuerdo de ella y le respondo que no olvidaría su careto ni aunque lo viese en un bar a las cuatro de la mañana, reinando la oscuridad y borracho perdido.

Esta vez me sujetaron seis personas. Preferí no mirar el monitor puesto que sospechaba que así se me haría demasiado largo y miré por los posters de lugares paradisiacos que colgaban de la pared. Reconocí Capri.

Atacar el objetivo fue más rápido, dado que ya sabían dónde estaba. Esta vez además de la cámara introdujeron en la manguera un bisturí laser con el que seccionaron el pólipo y cauterizaron la zona anexa para que no sangrase ni se reprodujese la mala bestia. Todo muy profesional. En dos minutos estaba hecho. La pena fue que lo extravió en mi estomago al retirarlo y por tres veces intentó capturarlo hasta que lo pescó y lo sacó a un vaso de plástico. Me lo enseñó diciéndome: “he ahí al asesino”.

Subí a planta en mi silla de ruedas con el pulgar hacia arriba entre las sonrisas de las enfermeras con las que me iba cruzando. Pensé que sería cuestión de horas abandonar aquel antro donde la comida sabía a plástico y no me daban más que sopas y purés sin sal, y eso sólo desde hacía un par de días, que antes ni me apetecía, efecto del suero, supongo.

Pero aquella tarde empezó a subirme la fiebre y a notar el estomago revuelto, fruto de la intromisión de tanta manguera, tuve una infección de garganta y me quedó un sabor a neumático durante una semana y después, probase lo que probase y durante casi un mes, parecía que hubiesen multiplicado por cien el sabor de las cosas. Y eso no es siempre agradable.

Me trataron con antibióticos. Dos días más tarde me avisaron de que en un par de días estaría en la calle.

Ochenta kilos. Cuando me vestí, casi no pude alzarme de la silla de lo que pesaban las llaves y demás utensilios que llevaba en los bolsillos de mi pantalón.

El coche estaba a cien metros, pero tuve que parar tres veces antes de llegar, no podía con mis zapatos. Lejos de venirme abajo, quise irme a mi casa, pero mi familia se negó. Me dijeron que le habían dado una vuelta quitándole la sangre del suelo, pero que aún quedaba mucha en las paredes, los lados del lavabo, la ropa, etc. Que me fuese a casa de mi madre unos días y que ya tendría tiempo de regresar a mi nuevo “hogar”. Eso me salvó.

El médico me dijo que fuese todas las semanas a pesarme al ambulatorio, que me mirase la tensión arterial y que comiese y durmiese solamente, que no estaba en condiciones de afrontar excesos.

Fue exactamente lo que hice, salvo que al tercer día de estar en casa tome el coche y en compañía de mi padre fui a ver a mi dentista que se impresionó al verme de aquellas trazas, tan escuálido, magullado y dolorido. No obstante se empleó a fondo, estuve allí media mañana y media tarde, realizó un gran trabajo y al final en vez de cobrarme los doscientos euros que me tenía que haber cobrado, entendió que había una parte de obra de caridad suya para con aquel cadáver andante y me cobró “sólo” ciento cincuenta.

El resto de aquellos días, por prescripción facultativa, sólo dormía y comía. No dejaba de ser una bendición poder hartarme de cualquier cosa sin miedo a engordar o a la sal o a lo que fuese. Me acostumbré a unos entrantes, tres platos, dos postres… En fin.

Así cogía tres kilos por semana.

Pero había un problema. Llegué a un acuerdo con la enfermera que me controlaba semanalmente mediante el cual yo me comprometía a llegar a los ochenta y ocho y mantenerme y no pasar un gramo. La cosa iba bien pero, cuando llegué a los ochenta y seis, en una analítica rutinaria apreciamos que el hierro no subía, por tanto mis defensas seguían bajo mínimos.

Me recetaron complementos de hierro y a pesar de seguir puntualmente las indicaciones facultativas subía muy lentamente. De hecho mi médica intentó atemorizarme diciéndome que era una cosa muy seria, que había estado muy grave e incluso podía haberme muerto (ella no sabía que ya lo había hecho, yo era un cadáver que se negaba a permanecer en ultratumba). Me cambió la medicación por otra más potente y poco a poco empecé a reaccionar. Posteriormente me reconoció que seguramente tardé tanto en responder debido a un déficit crónico acarreado de los dos años anteriores.

Eso me sonaba, parece que desde el trienio anterior los síntomas que hubieran podido interpretarse como pereza o somnolencia (de hecho nunca me había ocurrido con anterioridad, pero en los dos meses anteriores en medio del barullo del trabajo me había sorprendido a mí mismo echando una minicabezadita. Yo lo achacaba al marasmo del divorcio o simplemente a que me estaba haciendo viejo) en realidad eran reflejos de mi anemia.

Tras la tercera semana volví a mi casa y casi fue un error, porque sin la diaria obligación del trabajo, veinticuatro horas son muchas horas para pasarlas en soledad. Sobre todo cuando las pasas mirando una pared.

Así fue que cuando me encontré medianamente fuerte corrí a mi facultativa a solicitarle el alta médica. Me la negó sistemáticamente, alegando que no estaba en los parámetros y que ella no asumía el riesgo de que me desvaneciese en el trabajo con resultado letal. De hecho tuve que esperar a que se fuese de vacaciones para engañar a la suplente y que me diese el alta cinco meses y medio después de mi ingreso hospitalario.

Como en casa aguantaba mal. Me dediqué a viajar, por suerte también vino buen tiempo y pude ir a alguna playa recóndita a dónde otrora acudiera con mi ex. Allí descubrí que no me agobiaba la soledad. No, eso lo tenía superado. Me agobiaban los sesenta y seis metros cuadrados tan vacios. Por suerte mis colegas me regalaron una tele gansa y una mesa donde ponerla y otros una bicicleta de spinning y otros… y así fui llenando aquel vacío. La soledad de la playa del municipio costero de mi ex no me suponía ningún agobio. Me lo supuso, tener que dejar de pasear por el muelle para así poder evitarla porque no sabía cómo podríamos reaccionar tanto ella como yo en una situación así. Yo, por mi parte, lo fui teniendo claro prontito, pero como ella con sus ex practica la ignorancia, no sabía muy bien cómo reaccionar.

El fulano que la rondaba hasta meterse en mi pijama de antaño no me preocupaba en absoluto.

La vida a veces es una cachonda.

Durante los largos días de mi convalecencia uno de mis antiguos vecinos de infancia me preguntó que si mi mujer, bueno,,, mi ex mujer –corrigió- tenía novio. Yo le respondí irreflexiva y prontamente que sí, pero no sabía muy bien por qué le decía eso, incluso me sorprendío de inmediato haber contestado tal cosa. Más adelante, andando el tiempo, recordé un par de detalles que, aparentemente, motivaron mi respuesta.

Mi vecino, entonces, entendió que tenía libertad para hablar y me contó que la había visto ese fin de semana en la capital del municipio en donde él y yo residiamos de solteros, acompañada por un tipo calvo y pequeño del cual me dio el nombre y algún detalle. También era casualidad que de los setenta y ocho municipios que componen mi comunidad autónoma, fuera ella a preferir uno del que yo fuera originario, en concreto que él hubiese residido media vida a tres kilómetros de mi domicilio paterno, y a doce metros del hogar de mi compañera de carrera con la que compartí cinco años de pupitre en la facultad y asiento en el autobús amén de vinos y cafés sin número acompañados de confianzas y confidencias y con la cual aún conservo una fluida relación. Ella es precisamente psicóloga en la institución en donde mi ex trabaja como funcionaria. Pero no es esta la única casualidad que cierra esta “symploké” platónica, que incide en la idea de que no todo está relacionado con todo.

El bueno de mi alopécico y menudo paisano comparte (al menos desde que volvió de Francia) oficio con mi progenitor, de tal suerte que el último compañero laboral de mi padre y a su vez compañero de pupitre escolar de uno de mis hermanos, era en ese preciso momento compañero de trabajo del novio de mi ex.

Por si fuese poco, antiguos vecinos míos trabajan en el mismo centro. Y poco a poco (en un cortísimo espacio de tiempo) fui con los aportes espontáneos de unos y otros confeccionando un curriculum del interfecto en el que a día de hoy no falta ni el número de su cuenta bancaria.

Debo decir que a medida que añadía conocimientos y datos contrastados a su ficha, iba poco a poco invadiendome el buen humor y una peculiar alegría, y no precisamente por mi ex, que tiene, desde luego, derecho a rehacer su vida y a equivocarse las veces que le venga en gana, sino por mí mismo. El listón iba durante mucho tiempo (pese a la anemia final) a seguir muy alto.

Sus compañeros de oficio hablan maravillas de su capacidad de enloquecimiento y abstacción. Y sólo hay que echarle un vistazo encima a sus compadres de juerga para concluir a qué tipo de espécimen nos enfrentamos.

Los dos detalles que motivaron mi respuesta afirmativa a la pregunta que sobre el novio de mi ex formulara mi amigo, presentan una notable diferencia en el tiempo. El primero ocurrió cuando yo empezaba mi relación con mi ex hace ya catorce largos años. Ella tenía un novio al que dio puerta casi sin anunciárselo, su padre viendo lo mal que lo estaba pasando el chaval por aquel repentino abandono le pidió a su hija, con la prudencia que da la experiencia, que procurásemos no aparecer por el pueblo, no fuera ser que se sintiera más herido aún si cabe. Su hija me lo comunicó tal cual y yo acepté pero lo hicimos a nuestra manera, yo no la iba a buscar a su casa, pasaba por delante, daba un par de toques de claxon, y volvía a pasar en dirección contraria repitiendo la operación. Ella, ya lista, salía de casa y nos encontrábamos en el sitio previamente convenido. Vuelvo a recordar que los teléfonos móviles aun estaban lejos de su actual implantación.

De los móviles volveremos a hablar más adelante.

Y de las agendas también.

Pues bien, poco antes de verme obligado a abandonar el hogar conyugal, viví aquella misma situación de los pitidos, pero desde el otro lado de la barrera. Apunté el detalle en mi agenda por si fuera menester recordarlo.

El día de mi azarosa partida de tal domicilio (lo cual comentaré detallada y generosamente más adelante) tuve la certeza, a través del timbre de voz de las escasas frases que pude escucharle a mi ex, de que tal cuestión estaba más que encarrilada, hasta el punto de comentarlo con alguno de los presentes

Más adelante recordé, llegado el caso, hasta entonces no, que en la conversación que tras las tinieblas mantuvimos dos difuntos, la noche de mi muerte, dimos tácitamente por sentado sin demasiados aspavientos que tal noviazgo existía.

El motivo por el cual yo no recordaba la conversación tras el túnel fue que hasta que ocurrió el primero de los tres hechos futuros que entonces me fueron revelados no le di más importancia que el que se da a la materia con la que están hechos los sueños. Pero justo el día en que cumplía un año de mi ingreso hospitalario recibí primero en forma de extraña sensación rayana en premonición o mal presentimiento, confirmada muy poco posteriormente, la fúnebre noticia del fallecimiento de uno de los seres más humanos con los que haya convivido en la villa costera en la que me casé. Uno de los más humanos, aunque en esencia no lo fuera.

Precisamente entonces recordé que yo ya lo sabía, de ahí mi desasosiego inicial y también rememoré la revelación de las otras dos predicciones, por suerte no todas tan luctuosas.