La cosa no empezó del todo bien. Supongo que fue sólo puro desconocimiento lo que al principio nos hizo desocuparnos al uno del otro, nos conformábamos con contemplarnos mutua y fríamente en la distancia calculando cuál sería nuestro particular territorio con la asepsia propia de quien duda que el prójimo pase a ocupar un cuadrante mínimo de su propia vida; pero, dicen que el roce hace el cariño y, a fe mía que debe de ser así, puesto que, mitad el frío del invierno mitad las apuradas siestas de sobremesa en aquel, que en paz descanse, ruidoso sofá de mi suegra, fueron metiéndonos al uno por el otro a la par que abandonábamos formalidades y recelos vanos.
El asunto iba rodando y poco a poco, con ese goteo que acaba calando incluso los más áridos terrenos, te me fuiste haciendo imprescindible hasta el punto de no tener muy claro yo dónde empezaba y acababa cada uno de nosotros. Recuerdo que por entonces me sacabas de paseo por las cercanías del faro y fuiste adquiriendo mis propios hábitos gastronómicos hasta convertirte, sin yo pretenderlo, en un calco de mis gustos.
Se me hace presente ahora verte llegar ufana, con el talante orgulloso de haber puesto orden en el contorno simplemente con cuatro ladridos y un enseñar de dientes. Hoy hasta los gatos que siempre mantuviste a raya, y ahora campan impunes por lo que un día fueron tus dominios, te echan de menos.
Nunca te dije, no tuve tiempo, lo orgulloso que estoy de tu comportamiento cuando me reiteraste tu lealtad sin fisuras en aquellos momentos en que, sin fundamento y de manera infame, todos me volvieron traidoramente la espalda. Fuiste la única muestra de cordura y sensatez que me fue dado contemplar entonces. Tu valeroso y repetido gesto entrando a hurtadillas y recelosa de jugarte un castigo porque te descubriesen conmigo debería servir de paradigma a más de un cobarde bípedo implume. Hoy, que por fin ya todos tienen claro la paranoia de lo ocurrido, tú y yo sabemos y nos reafirmamos en que nunca hubiésemos dado a nadie el injusto trato que padecimos. Simplemente tú y yo éramos buena gente, y no como otros que a día de hoy, quién nos lo iba a decir, nos han salido hasta racistas.
Al contrario que los humanos que sólo tenemos infierno, estoy convencido de que ahora, un año después de tu partida y dos después de que ingresasen mi cadáver en el Hospital Central (sí, yo volví, no sé cuál de los dos tuvo más suerte), estoy convencido, digo, de que existe un paraíso para los perros y allí, entre las verdes e infinitas praderas, mientras con tus nuevos colegas correteas explorando raros tipos de hierbas y persigues a las esquivas mariposas que vuelan de flor en flor, nosotros aquí, en este preámbulo de la nada que es la vida, procuramos no rascarnos esa tierna herida tan fieramente humana que nos has causado en la memoria.
No hay comentarios:
Publicar un comentario